miércoles, 11 de febrero de 2009

HIstoria de la Química Orgánica

Química orgánica



Contenido:
1. La crisis del vitalismo
2. Los ladrillos con los que se construye la vida
3. Isómeros y radicales

1. La crisis del vitalismo
Desde el descubrimiento del fuego, el hombre estuvo inevitablemente sujeto a dividir las sustancias en dos clases, según ardiesen o no. Los principales combustibles de la antigüedad fueron la madera y las grasas o aceites. La madera era un producto del mundo vegetal, mientras que la grasa y el aceite eran productos del reino animal o del vegetal. En su mayor parte, los materiales del mundo mineral, tales como el agua, la arena y las rocas, no ardían. Tienden, más bien, a apagar el fuego.
La idea inmediata era que las dos clases de sustancias -combustibles y no combustibles- podían considerarse convenientemente como las que provenían solamente de cosas vivientes y las que no provenían de éstas. (Por supuesto, hay excepciones a esta regla. El carbón y el azufre, que parecen productos de la parte no viviente de la tierra, son combustibles.)
El creciente conocimiento del siglo xvii mostró a los químicos que el mero hecho de la combustibilidad no era todo lo que separaba a los productos de la vida de los de la no-vida. Las sustancias características del medio no-vivo pueden soportar tratamientos enérgicos, mientras que las sustancias provenientes de la materia viva -o que estuvo viva-no pueden. El agua podía hervirse y recondensarse de nuevo; el hierro o la sal podían fundirse y re-solidificarse sin cambiar. El aceite de oliva o el azúcar, sin embargo, sí se calentaban (incluso bajo condiciones que evitasen la combustión), procedían a humear y carbonizarse. Lo que quedaba no era ni aceite de oliva ni azúcar, y a partir de estos residuos no podían formarse de nuevo las sustancias originales.
Las diferencias parecían fundamentales y, en 1807, Berzelius sugirió que las sustancias como el aceite de oliva o el azúcar, productos característicos de los organismos, se llamasen orgánicas. Las sustancias como el agua o la sal, características del medio no-viviente, eran inorgánicas.
Un punto que no dejó de impresionar a los químicos fue que las sustancias orgánicas eran fácilmente convertibles, por calentamiento u otro tratamiento enérgico, en sustancias inorgánicas. El cambio inverso, de inorgánico a orgánico, era sin embargo desconocido, al menos a comienzos del siglo xix.
Muchos químicos de aquella época consideraban la vida como un fenómeno especial que no obedecía necesariamente las leyes del universo tal como se aplicaban a los objetos inanimados. La creencia en esta posición especial de la vida se llama vitalismo, y había sido intensamente predicada un siglo antes por Stahl, el inventor del flogisto. A la luz del vitalismo, parecía razonable suponer que era precisa alguna influencia especial (una «fuerza vital»), operando solamente sobre los tejidos vivos, para convertir los materiales inorgánicos en orgánicos. Los químicos, trabajando con sustancias y técnicas ordinarias y sin ser capaces de manejar una fuerza vital en su tubo de ensayo, no podrían alcanzar esta conversión.
Por esta razón, se argumentaba, las sustancias inorgánicas pueden encontrarse en todas partes, tanto en el dominio de la vida como en el de la no-vida, al igual que el agua puede encontrarse tanto en el océano como en la sangre. Las sustancias orgánicas, que precisan de la fuerza vital, solamente pueden encontrarse en conexión con la vida.
Esta opinión fue subvertida por vez primera en 1828 por el trabajo de Friedrich Wóhler (1800-82), un químico alemán que había sido discípulo de Berzelius. Wóhler, interesado particularmente por los cianuros y compuestos relacionados con ellos, calentó en cierta ocasión un compuesto llamado cianato amónico (considerado en aquella época como una sustancia inorgánica, sin ningún tipo de conexión con la materia viva). En el curso del calentamiento, Wóhler descubrió que se estaban formando cristales parecidos a los de la urea, un producto de desecho eliminado en cantidades considerables en la orina de muchos animales, incluido el hombre. Estudios más precisos mostraron que los cristales eran indudablemente urea, un compuesto claramente orgánico, sin duda.
Wóhler repitió el experimento un cierto número de veces y halló que podía convertir una sustancia inorgánica (cianato amónico) en una sustancia orgánica (urea) a voluntad. Comunicó este descubrimiento a Berzelius, y aquel hombre terco (que raramente condescendía a abandonar sus posiciones) se vio obligado a aceptar que la línea que había trazado entre lo inorgánico y lo orgánico no era tan nítida como había pensado.
La importancia del trabajo de Wóhler no debe ser sobres-timada. En sí mismo no era muy significativo. Había fundamentos para argüir que el cianato amónico no era verdaderamente inorgánico y, aunque lo fuera, la transformación de cianato amónico en urea (como finalmente se puso en claro) era simplemente el resultado de una alteración de la posición de los átomos dentro de la molécula. La molécula de urea no estaba, en ningún sentido real, construida a partir de sustancias completamente distintas.
Pero tampoco puede despreciarse el hallazgo de Wóhler. Si bien era, realmente, un hecho menor en sí mismo, sirvió no obstante para romper la influencia del vitalismo sobre el pensamiento de aquella época, y para animar a los químicos a intentar la síntesis de sustancias orgánicas, cuando de otro modo hubieran dirigido sus esfuerzos en otras direcciones.
En 1845, por ejemplo, Adolph Wilhelm Hermann Kolbe (1818-84), un alumno de Wóhler, sintetizó ácido acético, una sustancia indudablemente orgánica. Más adelante lo sintetizó por un método que mostró que puede trazarse una línea definida de transformación química desde los elementos constituyentes, carbono, hidrógeno y oxígeno, hasta el producto final, ácido acético. Esta síntesis a partir de los elementos o síntesis total es lo máximo que puede pedírsele a la química. Si la síntesis de la urea por Wóhler no dejó resuelta la cuestión de la fuerza vital, la síntesis de Kolbe sí.
Quien llevó las cosas aún más lejos fue el químico francés Pierre Eugéne Marcelin Berthelot (1827-1907). Durante la década de 1850 efectuó sistemáticamente la síntesis de compuestos orgánicos, confeccionando unas tablas. Incluían éstas sustancias tan conocidas e importantes como el alcohol metílico, alcohol etílico, metano, benceno y acetileno. Con Berthelot, cruzar la línea entre lo inorgánico y lo orgánico dejó de ser una aventurada incursión en lo «prohibido» para convertirse en algo puramente rutinario.

2. Los ladrillos con los que se construye la vida
Pero los compuestos orgánicos formados por Wóhler, Kolbe y Berthelot eran todos relativamente simples. Lo más característico de la vida eran las sustancias mucho más complejas, como el almidón, grasas y proteínas. Éstos eran menos fáciles de manejar; su exacta composición elemental no era tan fácil de determinar y en general presentaban el incipiente reino de la química orgánica como un problema realmente formidable.
Todo lo que podía decirse al principio de estas complejas sustancias era que podían escindirse en unidades o «ladrillos» relativamente simples, calentándolas con ácidos o bases diluidas. El pionero en este campo fue un químico ruso, Gottlieb Sigismund Kirchhoff (1764-1833). En 1812 logró convertir almidón (calentándolo con ácido) en un azúcar simple que llamó finalmente glucosa.
En 1820, el químico francés Henri Braconnot trató de la misma manera la gelatina y obtuvo el compuesto glicina. Se trata de un ácido orgánico que contiene nitrógeno y pertenece a un grupo de sustancias que Berzelius llamó aminoácidos. La misma glicina no fue sino el precursor de unos veinte aminoácidos diferentes, todos los cuales fueron aislados de proteínas durante el siglo siguiente.
Tanto el almidón como las proteínas poseían moléculas gigantes que estaban hechas (como finalmente se supo) de largas cadenas de unidades de glucosa o de aminoácidos, respectivamente. Los químicos del siglo xix pudieron hacer poco en el sentido de construir en el laboratorio tan largas cadenas. El caso fue distinto con las grasas.
El químico francés Michel Eugéne Chevreul (1786-1889) pasó la primera parte de una vida profesional increíblemente larga investigando las grasas. En 1809 trató jabón (fabricado por calentamiento de grasa con álcali) con ácido, y aisló lo que ahora se llaman ácidos grasos. Más tarde mostró que cuando las grasas se transforman en jabón, el glicerol se separa de la grasa.
El glicerol posee una molécula relativamente simple sobre la que hay tres puntos lógicos de anclaje para grupos de átomos adicionales. Hacia la década de 1840, por tanto, pareció bastante lógico suponer que mientras el almidón y las proteínas estaban formadas por un gran número de unidades muy sencillas, no ocurría lo mismo con las grasas. Podían construirse grasas con sólo cuatro unidades, una molécula de glicerol, más tres de ácidos grasos.
Aquí intervino Berthelot. En 1854 calentó glicerol con ácido esteárico, uno de los ácidos grasos más comunes obtenidos de las grasas, y se encontró con una molécula formada por una unidad de glicerol unida a tres unidades de ácido esteárico. Era la triestearina, que demostró ser idéntica a la triestearina obtenida a partir de grasas naturales. Este fue el producto natural más complicado sintetizado en aquella época.
Berthelot procedió a dar un paso aún más espectacular. En lugar de ácido estárico tomó ácidos que eran semejantes, pero que no se habían obtenido a partir de grasas naturales. Calentó estos ácidos con glicerol y obtuvo sustancias muy parecidas a las grasas ordinarias pero distintas a todas las grasas conocidas en la naturaleza.
Esta síntesis mostró que el químico podía hacer algo más que reproducir los productos de los tejidos vivos. Podía ir más allá y preparar compuestos análogos a los orgánicos en todas sus propiedades, pero que no eran ninguno de los productos orgánicos producido en los tejidos vivos. Durante la segunda mitad del siglo xix estos aspectos de la química orgánica fueron llevados a alturas verdaderamente asombrosas. (Ver capítulo 10.)
No es de extrañar que hacia mediados del siglo xx la división de los compuestos en orgánicos e inorgánicos sobre la base de la actividad de los tejidos vivos se quedase anticuada. Existían compuestos orgánicos que nunca habían sido sintetizados por un organismo. No obstante, la división era todavía útil, puesto que quedaban importantes diferencias entre las dos clases, tan importantes que las técnicas de la química orgánica eran totalmente diferentes de las de la química inorgánica.
Empezó a verse cada vez más claro que la diferencia residía en la estructura química, puesto que parecían estar implicados dos tipos de moléculas totalmente distintos. La mayoría de las sustancias inorgánicas que manejaban los químicos del siglo xix poseían pequeñas moléculas formadas por dos a ocho átomos. Había muy pocas moléculas inorgánicas que alcanzasen una docena de átomos.
Hasta las más sencillas de las sustancias orgánicas tenían moléculas formadas por una docena de átomos o más; la mayoría por varias docenas. En cuanto a las sustancias como el almidón y las proteínas, poseían literalmente moléculas gigantes que pueden contar sus átomos por cientos y aun cientos de miles.
No es de extrañar, pues, que las complejas moléculas orgánicas pudieran romperse fácilmente y de modo irreversible incluso por fuerzas ruptoras poco enérgicas, tales como el calentamiento suave, mientras que las moléculas inorgánicas sencillas se mantenían firmes incluso bajo condiciones muy duras.
También resultó cada vez más necesario señalar que todas las sustancias orgánicas, sin excepción, contenían uno o más átomos de carbono en su molécula. Casi todas contenían también átomos de hidrógeno. Como el carbono y el hidrógeno eran inflamables, no resultaba sorprendente que los compuestos de los que forman una parte tan importante fueran también inflamables.
Fue el químico alemán Friedrich August Kekulé von Stradonitz (1829-86), generalmente conocido como Kekulé, quien dio el paso lógico. En un libro de texto publicado en 1861 definió la química orgánica simplemente como la química de los compuestos de carbono. La química inorgánica era entonces la química de los compuestos que no contenían carbono, definición que ha sido generalmente aceptada. Sigue siendo cierto, no obstante, que algunos compuestos de carbono, entre ellos el dióxido de carbono y el carbonato cálcico, se parecen más a los compuestos típicos inorgánicos que a los orgánicos. Tales compuestos de carbono se tratan generalmente en los libros de química inorgánica.

3. Isómeros y radicales
Los compuestos inorgánicos sencillos implicados en los grandes avances químicos del siglo xviii recibieron fácil interpretación en términos atómicos. Parecía suficiente indicar los distintos tipos de átomos presentes en cada molécula y el número de cada uno de ellos. Podía escribirse la molécula de oxígeno como 0 2 , el cloruro de hidrógeno como ClH, el amoniaco como NH 4 el sulfato de sodio como S0 4 Na 2 , etc.
Tales fórmulas, que no dan más que el número de átomos de cada tipo presentes en la molécula, se llaman fórmulas empíricas (la palabra «empírico» significa «determinado por experimentación»). Era natural creer, en la primera mitad del siglo xix, que cada compuesto tenía una fórmula empírica propia, y que dos compuestos distintos no podían tener la misma fórmula empírica.
Las sustancias orgánicas, con sus grandes moléculas, resultaron engorrosas desde el principio. La fórmula empírica de la morfina (un compuesto orgánico bastante simple si se lo compara, por ejemplo, con las proteínas) se sabe ahora que es C 17 H 19 N0 3 . Con las técnicas de principios del siglo xviii habría sido muy difícil, quizás incluso imposible, decidir si la correcta era esa o, digamos, C 16 H 20 NO 3 . La fórmula empírica del ácido acético, mucho más simple (C 2 H 4 0 2 ) que la de la morfina, provocó grandes controversias en la primera mitad del siglo xix. Sin embargo, para aprender algo acerca de la estructura molecular de las sustancias orgánicas, los químicos tenían que empezar por las fórmulas empíricas.
En 1780, Lavoisier trató de determinar las proporciones relativas de carbono e hidrógeno en compuestos orgánicos quemándolos y pesando el dióxido de carbono y el agua que producían. Sus resultados no fueron muy precisos. En los primeros años del siglo XIX, Gay-Lussac, descubridor de la ley de los volúmenes de combinación, y su colega el químico francés Louis Jacques Thénard (1777-1857), introdujeron una mejora. Mezclaron la sustancia orgánica con un agente oxidante, tal como el clorato de potasio. Al calentarla, esta combinación produjo oxígeno que, íntimamente mezclado con la sustancia orgánica, provocó su más rápida y completa combustión. Recogiendo el dióxido de carbono y el agua formados, Gay-Lussac y Thénard pudieron determinar las proporciones relativas de carbono y de hidrógeno en el compuesto original. Con la teoría de Dalton recién presentada, esta proporción podía expresarse en términos atómicos.
Muchos compuestos orgánicos están formados únicamente por carbono, hidrógeno y oxígeno. Una vez medidos el carbono y el hidrógeno y dando por supuesta la presencia de oxígeno para explicar cualquier residuo, podía determinarse a menudo la fórmula empírica. Hacia 1811 Gay-Lussac había obtenido, por ejemplo, las fórmulas empíricas de algunos azúcares simples.
Este procedimiento fue posteriormente mejorado por un químico alemán, Justus von Liebig (1803-73), quien, en 1831, obtuvo como resultado fórmulas empíricas claramente fiables. Poco después, en 1833, el químico francés Jean Baptiste André Dumas (1800-84) ideó una modificación del método que permitía al químico recoger también el nitrógeno entre los productos de combustión. De esta manera podían detectarse las proporciones de nitrógeno en una sustancia orgánica.
Estos pioneros del análisis orgánico obtuvieron en el curso de sus investigaciones resultados que acabaron con la creencia en la importancia de la fórmula empírica. Ocurrió de esta manera:
En 1824, Liebig estudió un grupo de compuestos, los fulminatos, mientras Wóhler (que después sería íntimo amigo de Liebig y que pronto sintetizaría la urea, ver pág. 102) estaba estudiando otro grupo de compuestos, los cianatos. Ambos enviaron informes de su trabajo a una revista editada por Gay-Lussac.
Gay-Lussac notó que las fórmulas empíricas dadas para estos compuestos eran idénticas y que, sin embargo, las propiedades descritas eran muy diferentes. Por ejemplo, el cianato de plata y el fulminato de plata constan ambos de moléculas que contienen un átomo de plata, carbono, nitrógeno y oxígeno.
Gay-Lussac comunicó esta observación a Berzelius, a la sazón el químico más famoso del mundo; pero Berzelius descubrió que dos compuestos orgánicos, el ácido racémico y el ácido tartárico, si bien poseían propiedades diferentes, parecían tener la misma fórmula empírica (que ahora se sabe es G 4 H 6 0 6 ).
Como los elementos estaban presentes en estos diferentes compuestos en las mismas proporciones, Berzelius sugirió que tales compuestos se llamasen isómeros (de la palabra griega que significa «iguales proporciones»), y la sugerencia fue adoptada. En las décadas siguientes se descubrieron otros casos de isomería.
Parecía claro que si dos moléculas estaban hechas del mismo número de cada tipo de átomos, y si poseían propiedades distintas, la diferencia debería residir en el modo como los átomos estaban enlazados dentro de la molécula. En el caso de las moléculas sencillas de los compuestos inorgánicos mejor conocidos, podía ocurrir que sólo fuera posible un ordenamiento de los átomos en la molécula. Por esa razón, no podían darse isómeros, y la fórmula empírica sería suficiente. Así, H 2 0 sería agua y nada más que agua.
Sin embargo, en las moléculas orgánicas más complicadas, había lugar para diferentes ordenamientos y, por tanto, para isómeros. En el caso de los cianatos y fulminatos, los diferentes ordenamientos son fáciles de descubrir, pues cada molécula no contiene más que unos pocos átomos. El cianato de plata puede escribirse AgOCN, mientras que el fulminato es AgNCO.
Aquí solamente intervienen cuatro átomos. Cuando la cantidad es mayor, el número de ordenamientos posibles se hace tan grande que es realmente difícil decidir cuál de ellos corresponde a cada compuesto. Incluso el caso del ácido racémico y el ácido tartárico, con dieciséis átomos en sus moléculas, eran demasiado difícil de manejar en la primera mitad del siglo xix. La situación se volvería simplemente imposible (así debió parecer entonces) al considerar moléculas aún mayores.
El problema de la estructura molecular tendría que haber sido abandonado sin esperanza, tan pronto como se detectó la verdadera naturaleza del problema, de no haber surgido una posibilidad de simplificación.
A partir de 1810 Gay-Lussac y Thénard trabajaron con cianuro de hidrógeno (CNH), demostrando que era un ácido, aunque no contenía oxígeno (esto, junto con el descubrimiento casi simultáneo de Davy sobre el mismo hecho referido al ácido clorhídrico, refutaba la creencia de Lavoisier de que el oxígeno era el elemento característico de los ácidos), Gay-Lussac y Thénard hallaron que la combinación CN (el grupo cianuro) podía desplazarse de un compuesto a otro sin que se separasen los átomos de carbono y nitrógeno. En efecto, la combinación CN actuaba del mismo modo que un átomo aislado de cloro, bromo, etc., hasta el punto de que el cianuro sódico (CNNa) tenía algunas propiedades en común con el cloruro sódico (CINa) y el bromuro sódico (BrNa).
Tal grupo de dos (o más) átomos que permanecían combinados al pasar de una molécula a otra se denominó un radical, vocablo que proviene de la palabra latina que significa «raíz». La razón de este nombre estaba en la creencia de que las moléculas podían construirse a partir de un número limitado de combinaciones de átomos pequeños. Los radicales serían entonces las «raíces» a partir de las cuales la molécula crecería, por así decirlo.
Desde luego, el grupo CN era muy sencillo, pero Wóhler y Liebig, trabajando juntos, describieron un caso mucho más complejo. Descubrieron que el grupo benzoílo podía traspasarse de una molécula a otra sin ser destruido. La fórmula empírica del grupo benzoílo se sabe actualmente que es C 7 H 5 0.
En resumen, comenzó a verse que para resolver el misterio estructural de las grandes moléculas había que resolver primero las estructuras de determinado número de radicales diferentes. Las moléculas podrían después construirse sin mucha dificultad (así se esperaba) a partir de los radicales. ¡Las cosas prosperaban!

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